Soberanía y capitales extranjeros

Durante la década del ’90, bajo las recetas neoliberales del Consenso de Washington (liberalización del movimiento de capitales, apertura comercial y privatización de las empresas públicas) los organismos internacionales, y sus voceros locales, argumentaban sobre la necesidad de alentar las inversiones extranjeras, protegiéndolas de los riesgos de la inestabilidad política e institucional, inherente a  los países “emergentes”.

Bajo un esquema económico incapaz de generar las divisas necesarias para su mantenimiento, la permanente búsqueda del equilibrio en la balanza de pagos y el mantenimiento de la convertibilidad implicó que la Argentina se volviera crecientemente dependiente del ingreso del capital extranjero. La firma indiscriminada de tratados bilaterales de promoción y protección de inversiones (TBI) y la adhesión de nuestro país al Convenio del Centro Internacional de Arreglos de Diferencias Relativas a Inversiones (CIADI) fueron el paraguas legal de este proceso.



Hoy, a más de diez años de la firma de estos acuerdos, surge que no sólo no se incrementó la inversión en proporción a la cantidad de tratados firmados, sino que además el Estado argentino afronta más de treinta demandas en el CIADI a raíz de supuesto incumplimiento de estos instrumentos, luego del derrumbe del régimen de convertibilidad, y la siguiente pesificación y congelamiento de las tarifas de las empresas de servicios públicos privatizadas.

Surgidas como respuesta a la política de los Estados Unidos y Europa, que intervenían en nombre de la “protección diplomática” de sus nacionales, las ideas de dos juristas argentinos expertos en derecho internacional, Carlos Calvo y Luis María Drago, cobran hoy inusitada vigencia. Nos referimos a la Doctrina Drago y a la Doctrina Calvo. La primera fue elaborada por el canciller argentino que le da su nombre, en el marco del bloqueo naval impuesto a Venezuela en 1902 por parte de Alemania, Gran Bretaña e Italia, con el pretexto del cobro de deudas. La doctrina rechaza el empleo de la fuerza o la ocupación territorial como medio para obligar a un Estado a pagar sus deudas públicas. De esta manera se desarrollaban las ideas de Carlos Calvo, según el cual los Estados soberanos gozan del derecho de estar libres de cualquier forma de interferencia por parte de otros Estados y los extranjeros tienen la obligación de agotar todos los recursos legales ante los tribunales locales sin pedir la protección e intervención diplomática de su país de origen.

La Doctrina Calvo está consagrada en distintos documentos internacionales y en las propias Constituciones de varios países latinoamericanos. Fue así que cuando en marzo de 1965 el Banco Mundial elaboró el Convenio de Washington que da origen al CIADI, los Estados latinoamericanos se opusieron unánimemente. Pero hoy, Consenso de Washington mediante, forman parte del CIADI una veintena de Estados de América latina y el Caribe con la excepción de Brasil, Cuba, Haití, México y la República Dominicana.

Abandonando su posición histórica, la Argentina firmó su adhesión al CIADI en 1991, y en 1994 fue ratificado por el Congreso, mediante la ley 24.353. El reconocimiento de este tribunal extranjero abrió la puerta a la firma de TBI con más de cincuenta países del mundo, colocando a la Argentina en el grupo de países que más tratados de este tipo firmaron (cincuenta y cuatro TBI vigentes, junto con España y Suecia).

Las demandas iniciadas ante los tribunales arbitrales del CIADI no son más que un elemento de presión para mejorar la posición relativa en la renegociación de los contratos de las empresas privatizadas. Constituyen un eslabón de una larga cadena de dispositivos destinados a presionar al Estado para mejorar las  condiciones en las que se celebran los negocios de las grandes corporaciones trasnacionales que operan en la Argentina.

Además de fallar sistemáticamente a favor de las empresas, los arbitrajes del CIADI están plagados de aberraciones jurídicas: varios de los árbitros son abogados de las empresas en otros juicios del CIADI; cualquier nacional de un país contratante puede llevar a un Estado a un arbitraje, aunque sólo tenga el 1% de las acciones de la empresa litigante; se incumple con la obligación de agotar la instancia administrativa y judicial local; las empresas invocan perjuicios causados por la devaluación, cuando la fijación del valor de la moneda es una atribución de un Estado soberano que no genera derechos en favor de nadie, ¿o los Estados Unidos debieron indemnizar al resto del mundo cuando abandonaron el patrón oro?

La mayoría de los TBI tenían un plazo de duración por diez años y en casi todos los casos ese plazo ya se venció, pero se prorrogan automáticamente hasta que el Estado argentino, a través del Congreso, los denuncie. Sin embargo, en la mayoría de los tratados firmados se establece una cláusula por la cual, aun cuando sean denunciados y pierdan vigencia, las inversiones realizadas durante su vigencia seguirán amparadas por estos tratados durante diez o quince años posteriores a la denuncia.

Al igual que los TBI, al surgir de la firma de un tratado internacional el CIADI tiene una cláusula de retiro. Se trata del artículo 71, donde se señala que “todo Estado contratante podrá denunciar este convenio mediante notificación escrita dirigida al depositario de él. La denuncia producirá efecto seis meses después de recibida dicha notificación”.

Resulta más que evidente que el CIADI y los TBI lejos de ser herramientas para el desarrollo no son más que instrumentos de extorsión. Llegó la hora de denunciarlos tal como lo han venido haciendo los gobiernos con vocación transformadora de la región (Bolivia, Nicaragua, Ecuador y Venezuela). ¿Estará el Congreso Nacional a la altura de las circunstancias?

Nos vemos


Fuente: BAE

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