Kirchner, política y crispación

por Ricardo Forster

El bombardeo al que nos someten los grandes medios de comunicación es constante e inclemente. No se detiene en su intensidad ni deja de ofrecer siempre el mismo panorama: la crispación es sinónimo del Gobierno y, fundamentalmente, es la expresión acabada de la conducta política de Néstor Kirchner. Como si ya no alcanzara con las vaporosas denuncias de corrupción ni tampoco con la sobreactuación de la problemática de la inseguridad y cuando resulta más que evidente que lo peor de los coletazos de la crisis económica mundial va dejando su lugar a una clara y sostenida recuperación de la actividad productiva, lo que retorna con sistemática eficacia es la construcción, mediática y casi en cadena nacional, de un Kirchner asolado por la peste de la crispación, haciendo de cada uno de sus actos y de sus expresiones públicas la manifestación de una descarga de violencia que amenaza al conjunto de la sociedad.

Hay en ese repiqueteo que se repite sin pausas y que se sostiene en “sesudos análisis” de algunos comentadores políticos, de esos que siempre se ofrecen como garantes de la virtud republicana y como ejemplos de coraje y de independencia argumentativa, una línea que nos retrotrae tanto a los horrorosos años de la dictadura videlista, allí donde se intentó destruir la idea misma de política y de debate de ideas, como al tiempo del menemismo en el que predominó el discurso y la ideología de los consultores de mercado, de los publicistas, de los encuestadores y de todos aquellos que sostenían la imperiosa necesidad de “modernizar” la política importando, para ello, los lenguajes y las prácticas del gerenciamiento empresarial. Pensar la política desde una mesa de directorio, reducirla a la lógica de las argumentaciones de los gurúes del mercado y de las grandes reingenierías formuladas por los adoradores del marketing, se convirtió en el centro ideológico del neoliberalismo.

De lo que se trataba, era de expulsar de la política la idea misma del conflicto y de la desigualdad a la hora de disputar qué tipo de país y qué tipo de proyecto. El ideal, expuesto una y otra vez con machacona insistencia desde las tribunas mediáticas, era alcanzar el “buen y racional funcionamiento de los mercados”, era lograr sortear, de una vez por todas, las pugnas de intereses que habían paralizado el desarrollo nacional en nombre de sobreactuaciones ideológicas asociadas al distribucionismo, el rol regulador del Estado y la sobredemanda de los sectores populares. Un país “serio” debía arrojar al tacho de los desperdicios esas antiguallas que nos recordaban el atraso y la parálisis, que impedían, con sus ofuscaciones y sus conflictos “artificiales” que la lógica del consenso se impusiera sobre las retóricas de la crispación. La bucólica del mercado y sus extraordinarias virtudes no sólo se ofreció como recurso del establishment económico sino que pasó a convertirse en parte del “sentido común” prevaleciente y alimentado sistemáticamente por el lenguaje de los grandes medios de comunicación.

Disputar la renta agraria, acotar la desmesurada expansión monopólica de la corporación mediática, acabar con la estafa de las AFJP, abrir el camino de la asignación universal para la niñez, no reprimir ninguna protesta social, se transformaron, gracias a la herencia recibida de los años ’90 más el papel central de la industria del espectáculo y de la información en la construcción de sentido común, en sinónimo de violencia y caos, en la máxima expresión de una crispación gubernamental que nos amenazaba con llevarnos hacia la guerra civil. Cierta pitonisa afecta a las grandes anticipaciones apocalípticas no se ha cansado de vociferar a diestra y siniestra que el país va derecho al caos y a la anarquía llevados por las ansias de confrontación del “matrimonio presidencial” (incluso ha elegido, últimamente, el recurso de escribir cartas que envía a embajadas de países amigos para denunciar la paulatina transformación de la democracia en una autocracia kirchnerista, abriendo las puertas, aunque eso no lo diga, a una salida a “la hondureña” ante el gesto cuasi dictatorial del Gobierno). Con modales más mesurados, pero con intenciones equivalentes, algunos de nuestros más ilustres periodistas han insistido con la misma tecla amplificando el contenido supuestamente violento de las declaraciones públicas de Néstor Kirchner, quien ha sido convertido en una suerte de gran ogro de la política argentina.

Con rostros de corderos piadosos y con retóricas de párrocos de iglesia, políticos y periodistas del establishment repiten con entusiasmo digno de mejor causa que la violencia se derrama sobre las ciudades del país; una violencia que tiene dos causas: el aumento de la criminalidad por la ineficiencia del Gobierno y por la búsqueda permanente del conflicto por parte, fundamentalmente, de Kirchner. Se asocia, de este modo, la problemática compleja de la inseguridad (ligada, entre otras cosas, a la labor destructiva de las políticas neoliberales, a la fragmentación social que fue horadando los núcleos familiares y las solidaridades, a las profundas mutaciones culturales y, en no menor medida, la corrupción de los aparatos policiales que, en el caso de la Bonaerense, proviene de los años dominados por la banda de criminales encabezada por Camps en los tiempos de la dictadura), con las políticas desplegadas por el Gobierno nacional. Todo debe caer en la misma bolsa habilitando un relato sesgado y brutal que busca, fundamentalmente, deslegitimar no simplemente a un político, en este caso Néstor Kirchner, sino a la idea misma de la política para reconducirla, junto con los políticos, hacia la pasividad y la mercadolatría.

La operación de separar “democracia” y “conflicto” constituye el eje de aquello que nos atraviesa como sociedad desde los años ’90. Es el ideal de aquellos que desearían que el país fuera gobernado como si fuera una gran empresa, siendo los ciudadanos simples empleados o ciudadanos-consumidores prestos sólo a reclamar por aquellos derechos que provienen de la oficina de protección del consumidor. Añoran los tiempos dominados por los gurúes de la economía, aquellos que nos anunciaban, en tono profético e inexorable, lo que iría a ocurrir si nos apartábamos de las leyes sacrosantas del mercado. Esos mismos que decretaban el fin de la historia y la muerte de las ideologías allí donde había triunfado de modo definitivo la democracia, leída sólo desde su vertiente ultraliberal, y la economía de mercado. Una alquimia de Fukuyama y Bill Gates, más Reagan, Teacher y Bush (y entre nosotros entre Menem, Broda y Neustadt) se convirtió en el gran discurso de época, ése que todavía, aunque bajo otros ropajes, sigue insistiendo sobre aquello que llaman “la opinión pública”.

Detrás de la insistencia en mostrar a un gobierno “crispado” y a un político sacado de sus cabales, siempre agresivo y propenso a las retóricas de la confrontación, lo que se manifiesta, lo digan o no sus defensores “independientes”, es la intención de horadar la legitimidad de un gobierno que ha buscado, con aciertos y errores, modificar el rumbo que venía siguiendo el país desde hacia demasiado tiempo. Su ánimo es destituyente allí donde no se busca dirimir ideas, proyectos diferentes, sino que lo que se pretende es demonizar a quien o a quienes se han atrevido a desafiar el poder del establishment abriendo, en nuestro país, la posibilidad de una genuina e indispensable discusión de cara al Bicentenario y en relación con qué sociedad, qué Estado, qué mercado, qué política y qué democracia para qué país.

Nos vemos.

Comentarios

Fede ha dicho que…
muy buen articulo, no podria estar mas de acuerdo, y lo has puesto en palabras muy sencillas

saludos
Anónimo ha dicho que…
Muy buen articulo.