Monsanto, Sarmiento y los trabajadores rurales

Apareció el trabajo golondrina en los medios nacionales. Comenzó el reparto de culpas sobre las causas de las malas a muy malas condiciones de trabajo de las cuadrillas de desfloradores de maíz, cosechadores de arándanos o uva o tantas otras tareas manuales que subsisten en la economía agropecuaria argentina. Varias de esas labores podrían ser mecanizadas, como sucedió con la zafra azucarera o la cosecha de algodón, pero no lo son por la displicencia empresaria que apela al trabajo humano mal pago. Otras son necesariamente manuales y nadie analizó seriamente antes de comenzar la actividad –como en el caso de los arándanos– si el negocio justificaba llevar a algunos miles de compatriotas a trabajar en condiciones poco dignas. Simplemente, lo pusieron en el costo, les dio bien y avanzaron.

En este burbujeo mediático sobre una actividad que tiene casi 150 años de historia, es probable que se establezcan reglamentaciones más rigurosas y sistemas de vigilancia más estrictos. Sin embargo, no nos estamos haciendo la pregunta clave. ¿Es socialmente aceptable que subsista el trabajo golondrina? Una comunidad donde este tipo de trabajo es dominante, tiene algunas características asociadas:

- Además de la ausencia por meses de jóvenes y adultos en buena condición física, suelen ir las mujeres jóvenes a trabajar de empleadas domésticas en las grandes ciudades.

- Las familias quedan desintegradas en términos prácticos, a cargo de las mujeres mayores, que cuidan los ancianos, sus hijos propios y los periódicos hijos de las chicas migrantes.

- El único trabajo permanente en el lugar es el relacionado con la administración del Estado: municipalidad, policía, educación, salud. No hay huertas, no hay tambos, porque no hay quien los atienda, casi no hay producción local, siquiera de alimentos, salvo tal vez la panadería.

¿En realidad hay comunidades donde el trabajo golondrina es lo dominante? ¿No se describe un escenario que no existe? Hay al menos uno, que es el núcleo duro de oferta golondrina, que comprende a todas las ciudades que nacieron a la vera del río Dulce, hacia el sur de Santiago del Estero, la mayoría antes de la segunda fundación de Buenos Aires. Loreto, Salavina, Villa Atamisqui y varios otros pueblos, vivieron, antes y después de la colonia, de la agricultura y la ganadería menor y mayor, usando técnicas de riego similares a las del río Nilo en Egipto, ya que allí el Dulce desbordaba periódicamente y cuando se retiraba dejada el mítico limo fértil, sobre el cual crecían lujuriosos el maíz, la alfalfa, los melones.

Esta era la zona más poblada y con mejores perspectivas del sur santiagueño, hasta que se cruzó Domingo Sarmiento. El sanjuanino había tenido como tenaz opositor a su nombramiento como presidente al gobernador de la provincia, Manuel Taboada, en aquella Argentina donde no había internas partidarias ni generales, ni sufragio universal, sino roscas sangrientas. No se le ocurrió mejor revancha que diseñar la traza del ferrocarril a Tucumán sin pasar por la ciudad de Santiago del Estero, ni por ninguna de las ciudades mencionadas, sino por el este, cerca del río Salado, donde no había ninguna concentración humana.

El resultado fue que a partir de 1876, en que se inauguró el tramo a Tucumán, crecieron pueblos alrededor de las estaciones de tren y la vieja civilización quedó bloqueada, sin tren, ni caminos, ni ninguna otra razón para invertir un peso allí. El golpe de gracia lo dio la construcción del Embalse de Río Hondo, inaugurado en 1950, que derivó buena parte del agua para regar otros lugares, eliminando los desbordes periódicos del Dulce.

Toda esa población quedó a expensas de los empresarios que los convocan a trabajar fuera de su tierra. El azúcar fue lo primero. Sobre todo, se instaló a lo largo de varias generaciones la idea de que eso es lo que hay. En ese contexto, el intendente de Villa Atamisqui, por ejemplo, que manifiesta ser hijo de cosechero y cosechero él mismo hace años, destaca la actitud de Monsanto, que contrata anualmente 1500 personas allí, les paga, según él, el doble que a un empleado municipal y les da confort básico en el transporte y en el destino donde trabajen.

¿Cómo negarle el derecho a ese funcionario a usar los términos relativos y elogiar a Monsanto, porque la gente cobra, según dice, $ 4000 cada mes trabajado? ¿Cómo desprenderse, en cambio, desde un ámbito nacional, de la obligación de considerar indigno el trabajo golondrina, que ni siquiera es allí una opción sino el único modo conocido de subsistencia? ¿Lo mejor que podemos hacer se limita a reglamentarlo y vigilarlo? ¿Podremos aprovechar al menos esta oportunidad para evaluar acciones públicas de desarrollo local que liberen a esas comunidades de un destino sin familia y sin arraigo?

Enrique M. Martínez
Presidente del INTI

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