El poder de los gobernadores

El plan para refinanciar las deudas de las provincias anunciado por la Presidente reinstaló en el centro del debate la cuestión del federalismo, que en los últimos tiempos suele aparecer reducida a una única fórmula que de tan repetida se ha vuelto insoportable: la supuesta voluntad del codicioso gobierno nacional de someter, mediante la discrecionalidad en el uso de los recursos, la voluntad de los inocentes gobernadores.

Pero como en cualquier relación, las cosas aquí son más complejas, y pueden interpretarse de diferentes maneras, incluso desde ángulos opuestos, analizando no por qué las provincias dependen del Estado nacional, sino por qué el gobierno federal necesita a los gobernadores. Si en el primer caso la necesidad es económica, en el segundo es sobre todo política, lo que abre una serie de interrogantes y desafíos que vale la pena revisar.

La primera explicación acerca del enorme poder de los gobernadores se remonta al origen mismo del país. La Argentina es, junto a México y Brasil, uno de los tres Estados latinoamericanos de organización federal. Pero no nació, como Brasil, de un único poder colonial-imperial-republicano que se expandió de la costa al interior, sino que fue resultado, como México, de la unión, del interior al puerto, de una serie de Estados preexistentes. Por eso la Constitución argentina, como la de Estados Unidos, es federal en un sentido muy profundo: establece que las provincias conservan todas las competencias no delegadas al gobierno central. Esto les ha dado a las provincias amplias responsabilidades y funciones, que se reflejan en una personalidad propia, un cierto “nacionalismo” provincial, especialmente presente en distritos poderosos, como Córdoba, o de añeja tradición, como Salta.

El poder de los gobernadores se acentuó con las reformas descentralizadoras iniciadas durante la dictadura y concluidas en pleno menemismo. La educación primaria, hasta entonces controlada por el Estado nacional, fue transferida a las provincias en los ’70, mientras que la educación secundaria y la salud cambiaron de jurisdicción en los ’90. Aunque el objetivo consistía en generar una mayor cercanía entre los usuarios y los encargados de gestionar estos servicios, el resultado fue una ampliación de la inequidad territorial: hoy, según datos de la CEPAL, el ingreso per cápita de la provincia más rica (Santa Cruz) es 8,6 veces mayor que el de la más pobre (Formosa).

Pero la contracara de esto fue un aumento de las responsabilidades de los gobernadores, que comenzaron a disponer de resortes administrativos de los que antes carecían. Con un plus: el gasto de la Nación se destina sobre todo a los temas del pasado –jubilaciones, PAMI, deuda externa– mientras que las provincias destinan el grueso de sus recursos a salud y educación: no a los problemas del pasado, sino a los temas del futuro. Los gobernadores son, en este esquema, los gestionadores del futuro.

Pero como no todo es economía en este mundo, el poder de los mandatarios provinciales se explica también por motivos políticos. La territorialización de la política es una tendencia que se comprueba en otros países de la región y que en la Argentina viene de lejos, probablemente de 1983, pero que se acentuó notoriamente con la crisis del 2001, cuando la furia antipolítica de las cacerolas y los piquetes repercutió en el sistema de partidos y acabó con las fuerzas políticas tal como las conocíamos. El resultado es que ya no existen partidos auténticamente nacionales sino formaciones distritales estilo Pro, que apenas existe más allá de la General Paz, o el socialismo, limitado básicamente a Santa Fe, o incluso “partidos-personales”, microemprendimientos políticos creados a imagen y semejanza de un líder, como Unión, de Francisco de Narváez. En cuanto al peronismo y el radicalismo, los únicos que aún conservan una cierta fisonomía de partido, se trata más de articulaciones cambiantes e inestables de caciques distritales, restos de estructuras y aparatos en disponibilidad, que de verdaderos partidos políticos.

Esta desnacionalización de la competencia política les ha permitido a los gobernadores ganar autonomía respecto del Ejecutivo nacional, autonomía que ellos, viejos lobos, se encargaron de reforzar por diferentes vías. Por ejemplo, mediante reformas a los sistemas políticos provinciales para habilitar la reelección del gobernador –hoy posible en 17 de las 24 provincias– o a través de mecanismos que les permiten controlar a su antojo uno de los recursos más cruciales y menos analizados de la dinámica política: la fecha de las elecciones.

Junto a la consolidación de una ciudadanía más independiente, dispuesta a votar blanco para presidente, azul para diputado y naranja para gobernador, el manejo de la fecha les permite a los mandatarios provinciales desengancharse de las candidaturas nacionales. O mejor aún: decidir si les conviene anudar su suerte a las listas nacionales o sustraerse de ellas, refugiándose en sus distritos como recurso de autopreservación. Y como prueba de la eficacia de esta estrategia señalemos que, frente a un sistema político nacional fluctuante, impredecible, casi líquido, la mayoría de las provincias muestran los signos de una notable estabilidad, a menudo de un persistente bipartidismo radical-peronista, como si el tiempo, allí, no hubiera pasado.

Y, finalmente, la última explicación acerca del poder de los gobernadores. En los últimos años, en sintonía con una tendencia a la despolitización de la política y a la deificación de la administración como ideal del manejo de la cosa pública, la experiencia de gestión comenzó a ser valorada como un bien esencial para llegar al gobierno, como un capital crucial, lo que automáticamente sitúa a los gobernadores en la línea de largada de cualquier carrera electoral.

Por todos estos motivos, que son históricos, administrativos y electorales, los gobernadores son, junto al presidente, los grandes protagonistas de la política argentina. El hecho de que los dos presidentes peronistas hayan ensayado estrategias de desperonizacion hacia la derecha (mediante coaliciones con la UCeDé y los partidos provinciales en el caso de Menem) y hacia la izquierda (la transversalidad de Kirchner) puede ser visto como un intento por ganar autonomía respecto de los gobernadores del PJ, siempre interesados en condicionar al Ejecutivo.

Porque si bien es cierto que las provincias dependen de los recursos nacionales, en algunos casos para cuestiones tan elementales como pagar los salarios, y aunque es verdad que la obra pública está básicamente controlada por la Casa Rosada, no es menos cierto que el gobierno nacional depende políticamente de los gobernadores, sin cuyo apoyo no sólo los triunfos electorales, sino incluso la gobernabilidad, se vuelven imposibles. Como en los matrimonios que realmente funcionan, aquí también la relación es un ida y vuelta.

Nos vemos


Sobre textos de José Natanson

Comentarios

Pepe Dazzo ha dicho que…
Amigo y compañero, apunto a la cuestión de la experiencia previa ejecutiva. Aunque este requisito no es excluyente porque no garantiza éxito en la gestión. De igual modo razonemos con aquellos intendentes que quieren ser gobernadores y que algunos lo son, tal el caso de Binner y su enorme fracaso. Con análogo razonamiento, el salto cualitativo de De la Rúa, que de Senador Nacional, con un paso desapercibido por la Intendencia de Capital Federal, creyó que la Nación se maneja como con un control remoto.De todas maneras, lo que natura no da, Salamanca non presta, y aquel que no tiene carisma por más que lo intente...
roque felher ha dicho que…
También existen ejemplos de traiciones y rencores. Tal es el caso de Mario Das Neves, quien era funcionario de De la Rúa en Aduanas (era Director); ejemplo de soberbia también, ejemplo de una relación de amor y odio con el poder central.

Salu2
Oscar L. ha dicho que…
Se acuerda cuando Kirchner ya que mencionó la transversalidad- le ofreció a Binner se su ministro en la época que este era Diputado Nacional? Se acuerda el coqueteo que hacia con él cuando quería socavar las bases del reutemismo en santa fe? Así el PJ perdió la provincia. Así estamos hoy.

Oscar L.
Santo Tomé, Santa Fe