Inversión pública para el desarrollo

Ya bien entrado el siglo XXI no debería ser motivo de discusión el hecho de que el mercado es una construcción social. Cada sociedad define qué bienes pasan o no por el mercado, lo regula y lo ordena, y en general lo dirige hacia donde considera que puede contribuir de mejor manera al bienestar de cada uno de sus miembros. Esa definición se hace –con legislación y regulaciones– a través del Estado. No se discute tampoco que el mercado es un buen asignador de recursos, pero que si no se lo controla y complementa sus fallas –que siempre existen– pueden llevar a una distribución de la riqueza injusta y no sustentable.

Cansa un poco, entonces, escuchar las viejas críticas acerca del “clima de inversión” y de “excesos” en la intervención estatal en la economía, y particularmente contra el nivel de la inversión pública. Es indicativo del bajo nivel de la discusión económica en la Argentina que las críticas a la acción del Gobierno transiten carriles remanidos, comparando un mercado “de probeta” contra las imperfecciones de toda acción pública, y olvidando –o no reconociendo– los numerosos ejemplos mundiales y locales de la eficacia de la inversión pública en lograr la riqueza de las naciones.

Las políticas públicas de fomento de la inversión y de la industria no son –como algunos parecen creer– sólo recetas de países “bananeros” (con todo respeto por los países productores de bananas), o “sojeros”, que no aceptan sus ventajas comparativas estáticas. En la base del actual bienestar de los países hoy desarrollados se encuentran modelos de fuerte intervención pública.

De modo que asociar en la Argentina la presencia de un Estado fuerte, que toma decisiones en política industrial y que invierte en infraestructura de base con potenciales problemas en el “clima de inversión”, debidos –supuestamente– a la “intervención estatal”, no sólo tiene un tufillo demodé sino que va en contra de la experiencia –no sólo reciente– de países que están a la cabeza de las economías mundiales y que dan mejor bienestar a sus pueblos.

Y van en contra también de la propia realidad argentina. Luego de la profunda crisis de los años 2001–2002, ¿cuál fue la respuesta de la inversión bruta fija argentina? Comparando con otros países que habían sufrido crisis en la segunda mitad de la década de los ’90 (Tailandia, México, Brasil, Rusia, entre otros), la inversión argentina –pública y privada– fue la que más rápidamente se recuperó: cinco años después del pico de la crisis los niveles de inversión estaban un 35% por arriba de los mejores años previos a la crisis, y 208% por arriba del peor momento de ésta. El país mejor colocado, México, estaba 32% arriba del mejor momento precrisis, pero habiendo caído su economía la mitad de lo que cayó la economía argentina. Además, la relación entre inversión y PBI (a precios constantes) se encuentra apenas por debajo –con 23%– del máximo de los últimos sesenta años.

Debe notarse que, con ser la inversión pública la componente de la inversión total que creció más dinámicamente desde 2003 (517%), todavía la inversión privada es casi el 80% de la inversión total. Es decir, para los agoreros de la “estatización de la economía”, el dinamismo inversor argentino está basado en una inversión pública dinámica y estratégica, pero minoritaria, y en una fuerte inversión privada. Los anuncios de inversión privada en 2008 totalizaron u$s16,9 miles de millones; en 2009, u$s14 miles de millones, y sólo en el reciente llamado a acogerse a los beneficios de la ley de promoción industrial se recogieron proyectos por más de 10.000 millones de pesos.

Es que la inversión productiva nacional o extranjera lo que busca para radicarse es la competitividad sistémica en un país: la vinculación entre sanas políticas macroeconómicas y sectoriales, un Estado presente que genere los incentivos adecuados y la oportunidad de participación privada. En ese sentido, la Argentina cumple todas las condiciones: crecimiento macroeconómico, disciplina fiscal, instituciones sólidas, participación privada en la ejecución de las obras de infraestructura públicas, por años postergadas. Así, la Argentina es atractiva para la inversión productiva: no sólo la inversión extranjera directa se ha mantenido en niveles relevantes (aproximadamente u$s 5 mil millones promedio anual), sino que el ahorro doméstico –público y privado– ha sido fuente fundamental del financiamiento. Esto demuestra que si antes los argentinos desconfiaban de su propio país, hoy están dadas las condiciones para invertir y generar riqueza. Nadie crece como ha crecido la Argentina ni ha transitado esta crisis internacional como lo hemos transitado si ello no fuera una realidad.

Por eso es que no debemos volver a viejos debates sino destacar que tanto el Estado como la iniciativa privada tienen su rol en una economía moderna. Porque como el mercado no es perfecto, el Estado debe intervenir para motivar, orientar, incentivar y planificar. Parte del deber del Estado es promover las “obras públicas” que faciliten el comercio y la actividad productiva en general, actividades sin las cuales no puede generarse ninguna “riqueza de las naciones”. En eso se está trabajando para llevar adelante un desarrollo con equidad como lo buscaron y lo buscarán los gobiernos democráticos, independientes de los intereses particulares y responsables de su mandato popular de inclusión y bienestar general.

Nos vemos



Sobre textos de Débora Giorgi, Ministro de Industria y Turismo de la Nación

Comentarios

yenny ha dicho que…
Muy bueno.
Pablo Tigani
yenny ha dicho que…
Quiero compartirles un tramo de mi conferencia para los graduados de la Maestria de la UCES, acerca de este tema en 2007.Lleva solo 2 minutos. http://www.youtube.com/results?search_query=tigani+capital+de+risgo&search_type=&aq=f
Claudio Casco ha dicho que…
Gracias por el aporte Pablo.
Abrazo