La independencia del Banco Central
Comentarios en el post de ayer esquematizando las funciones del Banco Central, planteaban la necesidad de modificar su carta orgánica pre-existente y, adecuada al modelo neoliberal.
La “independencia” de los bancos centrales, el argumento principal esgrimido por el establishment para cuestionar el pedido de renuncia a Martín Redrado, fue impulsada por la ortodoxia económica en las décadas del ochenta y noventa. Ese diseño institucional convierte, en la mayoría de los casos, a la preservación del valor de la moneda en el objetivo excluyente de la autoridad monetaria subordinando así metas como el empleo y el crecimiento económico. Esa concepción se popularizó rápidamente en el sector financiero y empresario, y los organismos internacionales de crédito promovieron su aplicación. Entre 1989 y 1994, 32 países establecieron la independencia del Banco Central y la lista continuó ampliándose en los años siguientes. Argentina lo hizo en 1992. Si bien en los últimos quince años existieron reformas parciales del entramado legal financiero argentino, los cambios se concentraron en puntos “no problemáticos”. Pese a los avances registrados desde 2003, la matriz neoliberal en el BC permanece inalterada ante la falta de decisión política para impulsar una reforma de la Ley de Entidades Financieras, creada por Alfredo Martínez de Hoz en 1977. Y también en la Carta Orgánica del Banco Central, cuyo diseño lleva la firma de Domingo Cavallo.
A partir de los procesos inflacionarios de la década del ochenta la estabilización de precios se volvió, para la ortodoxia, una condición necesaria –y suficiente– para el desarrollo. Pero ése no fue siempre el objetivo de la banca central. El sostenimiento de un alto nivel del crecimiento y el empleo ocupó un lugar fundamental entre los objetivos del Banco Central argentino, así como la regulación de las tasas de interés. La evolución del sistema financiero local es un fiel reflejo de la puja entre los distintos modelos de país.
El impulso de la independencia del Banco Central está directamente vinculado con las reformas estructurales que se tradujeron en la retirada del Estado de la actividad económica. La idea es simple y atractiva, pero teóricamente falsa: si el Banco Central está controlado por el Gobierno, éste puede utilizar la política monetaria para promover el empleo, la competitividad, el crecimiento del crédito o el financiamiento del déficit, sacrificando así la estabilidad de precios, o sea, causando inflación. Si el Banco Central es independiente, la estabilidad a largo plazo, que arriesgan las políticas demagógicas de corto plazo, estaría garantizada.
En Metas de Inflación, un documento publicado por el Cefidar, Martín Abeles y Mariano Bozel cuestionan el entramado teórico detrás de esa fundamentación y señalan que los defensores de estos modelos “tienden a considerar a los gobiernos electos como agentes insensatos, ineptos y oportunistas, en tanto aprecia a las autoridades monetarias como funcionarios sensatos, idóneos y consustanciados con los intereses de los ciudadanos”.
La literatura económica a favor de la independencia de los bancos centrales es muy extensa. El sustento a sus hipótesis surgió de distintos estudios empíricos que concluyen que la inflación promedio, su variabilidad y la evolución del PIB están correlacionadas negativamente con el grado de independencia del BC. Cuando mayor es su blindaje político mejor es el desempeño económico del país. Más allá de los distintos cuestionamientos que se realizan a esos trabajos, la profusa literatura se limita a los países desarrollados y no se verifica en el caso de las economías periféricas y dependientes como Argentina.
Para la corriente neoliberal, la ausencia de una relación entre el crecimiento y la estabilidad macroeconómica con la independencia de la autoridad monetaria no se debe a un grave error en la fundamentación teórica, sino que responde a la distancia entre la independencia legal y la real. Abeles y Borzel señalan que “la convicción con que la mayoría de la profesión adhiere a la recomendación de independencia de la autoridad monetaria parece responder más a intereses económicos y políticos que a la racionalidad económica”. Para estos autores la independencia de la autoridad monetaria “conforma, desde la perspectiva teórica de la ciencia o la filosofía política, un esquema institucional elitista, que, al independizar a la autoridad monetaria de los gobiernos electos, excluye al soberano de toda influencia sobre uno de los resortes fundamentales de la administración macroeconómica”.
El presidente de Ecuador, Rafael Correa, también cuestiona los fundamentos que impulsaron la creación de bancos centrales autónomos del gobierno central. En “Vulnerabilidad e Inestabilidad de las Economías Latinoamericanas”, el también economista resaltaba que “bancos centrales dependientes del gobierno central y comprometidos con políticas de crecimiento jugaron un rol fundamental en el desarrollo de países como Japón y Corea”. Correa advertía que “la pérdida de gobernabilidad que produce un banco central totalmente autónomo del gobierno central puede superar con creces las supuestas ganancias de su mayor independencia” y toma como ejemplo la falta de coordinación entre ambas instituciones de su país para enfrentar la crisis de 1999.
No todos los gobiernos descartaron el nivel de empleo o el crecimiento como objetivos de la política monetaria. Los países periféricos se vieron forzados a cumplir las reglas del “manual de buenas prácticas de talle único” para garantizarse el acceso a los créditos internacionales. Pero la Reserva Federal –la banca central de Estados Unidos– conserva objetivos múltiples: promover el máximo nivel de empleo, precios estables y tasas de interés de largo plazo moderadas.
En 2007, la entonces diputada oficialista Mercedes Marcó del Pont propuso modificar la Carta Orgánica del Banco Central (re)incorporando como misión primaria y fundamental de la entidad la preservación de un elevado nivel de empleo y el crecimiento sostenido junto con la estabilidad de precios. El proyecto no prosperó. La oposición provino desde Wall Street y del mismo Central que conducía Redrado. Desde entonces, ni la crisis internacional logró instaurar un debate sobre la necesidad de modificar ese entramado en sentido progresista, para asegurar el financiamiento a la producción con un Banco Central comprometido con el crecimiento de la economía.
Nos vemos
Tomás Lunkin
La “independencia” de los bancos centrales, el argumento principal esgrimido por el establishment para cuestionar el pedido de renuncia a Martín Redrado, fue impulsada por la ortodoxia económica en las décadas del ochenta y noventa. Ese diseño institucional convierte, en la mayoría de los casos, a la preservación del valor de la moneda en el objetivo excluyente de la autoridad monetaria subordinando así metas como el empleo y el crecimiento económico. Esa concepción se popularizó rápidamente en el sector financiero y empresario, y los organismos internacionales de crédito promovieron su aplicación. Entre 1989 y 1994, 32 países establecieron la independencia del Banco Central y la lista continuó ampliándose en los años siguientes. Argentina lo hizo en 1992. Si bien en los últimos quince años existieron reformas parciales del entramado legal financiero argentino, los cambios se concentraron en puntos “no problemáticos”. Pese a los avances registrados desde 2003, la matriz neoliberal en el BC permanece inalterada ante la falta de decisión política para impulsar una reforma de la Ley de Entidades Financieras, creada por Alfredo Martínez de Hoz en 1977. Y también en la Carta Orgánica del Banco Central, cuyo diseño lleva la firma de Domingo Cavallo.
A partir de los procesos inflacionarios de la década del ochenta la estabilización de precios se volvió, para la ortodoxia, una condición necesaria –y suficiente– para el desarrollo. Pero ése no fue siempre el objetivo de la banca central. El sostenimiento de un alto nivel del crecimiento y el empleo ocupó un lugar fundamental entre los objetivos del Banco Central argentino, así como la regulación de las tasas de interés. La evolución del sistema financiero local es un fiel reflejo de la puja entre los distintos modelos de país.
El impulso de la independencia del Banco Central está directamente vinculado con las reformas estructurales que se tradujeron en la retirada del Estado de la actividad económica. La idea es simple y atractiva, pero teóricamente falsa: si el Banco Central está controlado por el Gobierno, éste puede utilizar la política monetaria para promover el empleo, la competitividad, el crecimiento del crédito o el financiamiento del déficit, sacrificando así la estabilidad de precios, o sea, causando inflación. Si el Banco Central es independiente, la estabilidad a largo plazo, que arriesgan las políticas demagógicas de corto plazo, estaría garantizada.
En Metas de Inflación, un documento publicado por el Cefidar, Martín Abeles y Mariano Bozel cuestionan el entramado teórico detrás de esa fundamentación y señalan que los defensores de estos modelos “tienden a considerar a los gobiernos electos como agentes insensatos, ineptos y oportunistas, en tanto aprecia a las autoridades monetarias como funcionarios sensatos, idóneos y consustanciados con los intereses de los ciudadanos”.
La literatura económica a favor de la independencia de los bancos centrales es muy extensa. El sustento a sus hipótesis surgió de distintos estudios empíricos que concluyen que la inflación promedio, su variabilidad y la evolución del PIB están correlacionadas negativamente con el grado de independencia del BC. Cuando mayor es su blindaje político mejor es el desempeño económico del país. Más allá de los distintos cuestionamientos que se realizan a esos trabajos, la profusa literatura se limita a los países desarrollados y no se verifica en el caso de las economías periféricas y dependientes como Argentina.
Para la corriente neoliberal, la ausencia de una relación entre el crecimiento y la estabilidad macroeconómica con la independencia de la autoridad monetaria no se debe a un grave error en la fundamentación teórica, sino que responde a la distancia entre la independencia legal y la real. Abeles y Borzel señalan que “la convicción con que la mayoría de la profesión adhiere a la recomendación de independencia de la autoridad monetaria parece responder más a intereses económicos y políticos que a la racionalidad económica”. Para estos autores la independencia de la autoridad monetaria “conforma, desde la perspectiva teórica de la ciencia o la filosofía política, un esquema institucional elitista, que, al independizar a la autoridad monetaria de los gobiernos electos, excluye al soberano de toda influencia sobre uno de los resortes fundamentales de la administración macroeconómica”.
El presidente de Ecuador, Rafael Correa, también cuestiona los fundamentos que impulsaron la creación de bancos centrales autónomos del gobierno central. En “Vulnerabilidad e Inestabilidad de las Economías Latinoamericanas”, el también economista resaltaba que “bancos centrales dependientes del gobierno central y comprometidos con políticas de crecimiento jugaron un rol fundamental en el desarrollo de países como Japón y Corea”. Correa advertía que “la pérdida de gobernabilidad que produce un banco central totalmente autónomo del gobierno central puede superar con creces las supuestas ganancias de su mayor independencia” y toma como ejemplo la falta de coordinación entre ambas instituciones de su país para enfrentar la crisis de 1999.
No todos los gobiernos descartaron el nivel de empleo o el crecimiento como objetivos de la política monetaria. Los países periféricos se vieron forzados a cumplir las reglas del “manual de buenas prácticas de talle único” para garantizarse el acceso a los créditos internacionales. Pero la Reserva Federal –la banca central de Estados Unidos– conserva objetivos múltiples: promover el máximo nivel de empleo, precios estables y tasas de interés de largo plazo moderadas.
En 2007, la entonces diputada oficialista Mercedes Marcó del Pont propuso modificar la Carta Orgánica del Banco Central (re)incorporando como misión primaria y fundamental de la entidad la preservación de un elevado nivel de empleo y el crecimiento sostenido junto con la estabilidad de precios. El proyecto no prosperó. La oposición provino desde Wall Street y del mismo Central que conducía Redrado. Desde entonces, ni la crisis internacional logró instaurar un debate sobre la necesidad de modificar ese entramado en sentido progresista, para asegurar el financiamiento a la producción con un Banco Central comprometido con el crecimiento de la economía.
Nos vemos
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